sábado, octubre 28, 2006

EL VIEJO

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Les juro que sólo entré a su huerta para robarle la fruta. Al fin que el viejo ni la cosechaba ni la comía. Pero eso sí, que nadie la tocara. Sus árboles estaban siempre llenos de frutos maduros que envejecían en las ramas. El suelo estaba tapizado de restos secos y podridos que se quedaban allí hasta reintegrarse a la tierra para desaparecer sin que alguien se ocupara de ellos. Nos sentíamos amenazados con que la vez que nos viera entrando a su huerta nos iba a pasar algo muy malo. El miedo que nos provocaba se volvió una razón más para tentar a la suerte.

Esa tarde saltamos la barda en completo silencio y con el corazón en la mano. La respiración se nos dificultaba por el miedo y la emoción. Nos acercamos a los árboles y comenzamos a trepar para cortar la fruta con prisa sin descuidar la única salida de la casa por donde podría llegar el viejo. Yo, en un dejo de bravura insensata, me adentré en la parte más lejana de la huerta y, fatalmente, más cercana a la posible salida del viejo y me subí al árbol más alto y con la fruta más apetitosa. De pronto apareció. Se arrastraba hacia nosotros y murmuraba algo que no alcanzábamos a escuchar. El espanto se apoderó de todos los demás, que bajaron y corrieron despavoridos y en completo desorden cada cual por su lado. Presa del pánico intenté descender pero el miedo me hizo resbalar y no alcancé a asirme bien de una rama que termino rota precipitándome hasta el suelo. La caída me sofocó y, sin aire y sin fuerzas para levantarme, quedé tendido a merced del viejo que se arrastraba hacia mí mascullando palabrejas impenetrables. Quise alejarme pero me cogió del pantalón y el pánico me inmovilizó. El viejo se acercó murmurando cosas ininteligibles y quedé paralizado viendo como se acercaba. Su rostro lucía desencajado. El pelo blanco, rizado y en completo desorden lo hacía resplandecer con un aspecto más fiero que nunca. Me encontraba a merced de un loco y no podía escapar. Se quedó tirado junto a mí y alcancé a escuchar que decía:

“… por fin… llegaste… te esperé… tanto tiempo… sabía que vendrías… y te esperaba…”

“… no me mate… –alcancé a musitar sin fuerza”

“… ya era… demasiado tiempo… necesitaba tenerte así…”

“… solo es una fruta… si quiere se la dejo aquí… al fin que ni me gustan… no me vaya a hacer algo…”

“… algún día tenía que ser… yo sabía que sí…”

“…”

Éramos niños entonces. Correr por las calles polvorientas del pueblo era nuestro juego. Las viejas casonas con sus huertas enormes estimulaban nuestro apetito de aventuras. Con el corazón agitado brincábamos las bardas en silencioso tropel y robábamos la fruta madura y jugosa de los árboles. Era un deleite correr entre asustados y orgullosos hacia el río y tumbarnos bajo la sombra de los encinos para disfrutar el producto de nuestras travesuras. Eran otros tiempos.

Nunca supimos de dónde llegó el viejo. Apareció de repente hace muchos años para tomar posesión de la casona enclavada en medio de las huertas que había ganado como deuda de juego. Venía acompañado de una mujer de edad indefinida que le servía en la casa y que fue durante tantos años su único contacto con el mundo. Jamás cruzó palabra con la gente del pueblo y nunca recibió visitas. No participaba en las fiestas ni en las tradiciones. Salía muy poco y siempre a solas para hacer largos paseos a caballo por los cerros vecinos. No se sabía cuándo se iba ni cuándo regresaba.

No nos gustaba y comenzó a cobrar mala fama. Si algo malo pasaba en el pueblo debía ser por su influencia maligna. Si las cosechas se secaban era por el viejo. Si no llegaba la lluvia era su culpa. Si caía la helada era por su presencia infernal. Si las muchachas salían embarazadas, seguro era por su influencia diabólica. Si alguna huía con el novio, él tendría algo que ver. Era capaz de causar el mal con sólo caminar por el pueblo. Podía hacer que las mujeres concibieran con solo mirarlas. Todos los hijos naturales debían ser suyos. Era canijo el viejo.

Y ahora yo estaba allí, tirado en la huerta de la antigua casona junto al viejo maldito que decía cosas incomprensibles. Una espuma blanca y babosa resbalaba entre sus labios. Sus dientes amarillos despedían un hedor insoportable. Yo le miraba aterrado y sin poder moverme:

“… eras todo… lo que yo anhelaba… siempre te amé… te deseaba tanto... y te llamé todas mis noches… amada mía…”

“…”

“… sabía que algún día… tendrías que llegar… te esperaba… muerte mía… mi amada… mi amante eterna…”

“…”

“… llévame ya contigo… estoy preparado... desde hace mucho tiempo… amor mío… llévame…”

“…”

El viejo buscaba un testigo para su encuentro con la muerte y yo estaba allí, elegido por el azar. Quedó tirado junto a mí. Sus ojos desorbitados congelaron mi alma. Un sonido sordo salió de sus entrañas y quedó inmóvil. Mi corazón latía con fuerza y el aire entraba con dificultad en mi cuerpo. Sentí que mis ojos se salían de sus cuencas y caían botando como canicas para quedar tirados a mi lado. No supe más. Me encontraron revolcándome en la huerta, convulsionando y gritando incoherencias. Me retorcía tanto que me tuvieron que amarrar para sacarme de allí. Estuve más de quince días delirando en medio de una fiebre feroz y sin recuperar el conocimiento.

Al viejo lo arrastraron con un caballo por las calles del pueblo entre la gritería y los insultos de todos y lo fueron a tirar a una barranca lejana. Nadie lo reclamó, ni la mujeruca que lo asistía, ni sus viudas fortuitas, ni aún sus múltiples hijos oculares. No lo quisieron enterrar en las cercanías del lugar porque la tierra podría secarse y volverse dura como piedra y nunca más volvería a producir una sola matita de hierba.

Nadie ha vuelto a hablar de él. Es un recuerdo prohibido que todos quieren olvidar. Es una pesadilla que quedó atrás. Sólo yo guardo algo de esa época y es que nunca más he vuelto a comer una sola fruta.

Luis David

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Sandra


viernes, octubre 27, 2006

Imagen

*
*
*
Yo sé quién eres,
te reconozco en el viento
que baja de la montaña,
en la luz que se filtra
entre los dedos de tus manos,
en la luna que se oculta
entre las nubes
y en la oscuridad absoluta
de tu nombre.
*
*
*
Imagen: Hilda
Poema: luis david

martes, octubre 24, 2006

¿Me extrañarías?

¿Alguna vez te has preguntado que hay allá arriba?

¿Dónde?

- Allá, arriba. ¿Qué es lo que hay? ¿A que huele? Si tendrá algún sabor.

No lo sé

- Y si me voy, ¿Me extrañarías?

Yo creo que si.

- ¿Crees?

Si

- ¿Si me extrañarías o si crees que me extrañarías?

Si te extrañaría. Pero, ¿Por qué tendrías que irte?

- Solo para saber que hay allá arriba

No tiene sentido

- Para ti tal vez no, pero para mi si.

Pues vete.

- ¡Ah no! ¿Qué harías si yo no estoy? ¿Llorarías?, ¿Serías feliz? ¿Qué harías con tu vida?

No lo sé.

- ¿Te lo has preguntado alguna vez?

No

- Yo si.

¿Y?

- No tengo respuesta. Por eso quiero ir.

Pero si te vas ya no regresas

- No importa

….

- ¿Entonces?

¿Qué?

- ¿Me extrañarías?

No lo se

- Yo creo que si



- …

- Te amo


Imagen: SANDRA
Texto: IVÁN

martes, octubre 10, 2006

Rumores
















Se arrastran en las noches escarchadas
murmullos que nos cortan el aliento,
malicia demencial de boca en boca
fincando la sospecha y el miedo,
tormenta de pasiones encontradas,
ciclón crepuscular de rostro fiero,
y vientos que anuncian a los montes
la cruel polaridad del desencuentro.
*
*
*
Imagen: Tlacuiloco
Poema: luis david

sábado, octubre 07, 2006

Arturo del otro lado del espejo


Arturo está viendo los edificios, está en un quinto piso. El sol pega directo a su cara, levanta la vista, cierra los ojos, sonríe. Prende su cigarro, lo fuma despacio, se para al final balcón que da a la calle. Fuma el cigarro, voltea al piso, lo mira con detenimiento, sin mucho pensar, se sube al barandal. Y se deja caer.

Toma el cigarro, la última fumada, lo avienta al aire, desde el quinto piso, ve donde cae, sonríe, con él ha caído un instante de su vida, un sueño despierto, un impulso, un deseo.

Regresa a su oficina y escribe en su libreta “Arturo está viendo los edificios…”

Iván

Imagen: Gerardo

lunes, octubre 02, 2006

Otro sobre el mundo...



El mundo es una teta,
la teta una escalera al paraíso,
quien la trepa alcanza (¡Oh, alborozo!)
la joya que corona al planeta.

Relata el almirante este hallazgo
y yo, ante la evidencia, lo confirmo;
al ver tus opulentas tetas afirmo
lo que el genovés intuyó en algún letargo.

Redondez altiva que beso y alabo (yo de hinojos),
en su duplicidad intuyo el platónico sofisma:
el mundo es uno solo, tal cual vemos

y aunque dos sean los luceros, bien sabemos,
no son imagen y reflejo, como aquél afirma;
sino hemisferios que se muestran simultáneos a los ojos.

Texto: Ícaro.
Imagen: Tlacuiloco.

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